También conocido como “El Palacio Negro”, funcionó más de 6 décadas como centro penitenciario, donde albergó figuras públicas, desde políticos hasta artistas. En la actualidad es la nueva sede del Archivo General de la Nación.
Este sitio se ideó a finales del siglo XIX para sustituir a la Cárcel de Belén, una pequeña prisión que existió desde la época colonial. Fue la más importante de la capital, ya que tenía capacidad para alrededor de 700 personas entre hombres, mujeres y niños.
La Penitenciaría del entonces Distrito Federal se pensó para ser un edificio moderno y que se encontrara a las afueras de la ciudad. En el proyecto que se presentó en 1882 para su construcción, se especificaron 2 puntos: el lugar y la arquitectura, la cual tenía que estar basada en estilos europeos y norteamericanos.
En septiembre de 1900, Porfirio Díaz inauguró el lugar con una gran celebración a la que asistieron importantes figuras de la alta sociedad mexicana, así como embajadores y prensa extranjera, quienes calificaron al edificio como la penitenciaría más moderna de América Latina.
Lecumberri fue testigo de algunos hechos importantes, como el asesinato en 1913, de los entonces presidente y vicepresidente de la República Mexicana, Francisco I. Madero y José María Pino Suárez, con lo que se dio por terminada la Decena Trágica.
De igual manera, albergó a líderes sindicales y a los estudiantes del 68 en el torreón destinado para contener a los presos políticos. Muchos de los universitarios que no murieron en Tlatelolco o que no fueron llevados a los campos militares, no saldrían de la prisión hasta después de 1972 o 1973.
José Revueltas, importante escritor para la literatura mexicana, también estuvo recluido en este lugar, a su salida escribió un libro sobre su estancia en Lecumberri titulado El Apango.
Historia en un mural
En lo que antiguamente era el comedor de Lecumberri, se encuentra el Mural de la Historia de México, visitado por primera vez en 1946 durante la inauguración del hospital para enfermos psiquiátricos y tuberculosos.
El Mural de 1959, como también se le conoce, está por cumplir 60 años, tiempo en el que ha llevado plasmada la historia de nuestro país, desde la conquista, haciendo un énfasis especial en las leyes. Después de caer en el abandono, éste pasó por un detallado trabajo de restauración.
Dicha pieza tiene 4 padres, la primera Rolando Rueda de León, quien fue un distinguido abogado que estuvo preso no más de 2 años. Todas las referencias a las leyes plasmadas en el mural vienen de él.
El licenciado no estaba únicamente interesado en las leyes, ya que escribió la obra de teatro El Cochambres, la cual narra la vida de los presos de Lecumberri de una manera cercana al pueblo y contaba las cosas que pasaban y que solo los internos conocían.
El segundo de los creadores, a palabras de David Alfaro Siqueiros, quien también estuvo dentro de esta prisión, era un hombre “alto, como las torres de catedral, con un semblante pulcro, aunque guardaba cierto sentimiento dentro de él”. Franco Maugini Salini fue un italiano que participó para dar vida al mural.
Cuauhtémoc Hernández Ochoa, fue un pintor que aprovechó los talentos y el trabajo de la gente que se encontraba presa para dignificar y enseñar a las personas. Fue así como dejó su huella en el Mural de 1959.
Finalmente, el último de sus creadores, fue Carlos Martín del Campo, director del penal en 1959 y quien impulsó la producción de la obra bajo la creencia de que con las actividades plásticas, artísticas, humanísticas, de cultura y de deporte, todos los presos tendrían una dignificación y podrían ser reinsertados a la vida social.
Así se vivía aquí
Lecumberri tenía capacidad máxima para mil personas. En sus inicios albergó aproximadamente a 700 hombres y 80 mujeres, quienes cumplían sentencia en un sistema que dividía sus condenas en 3 partes.
En la primera se encontraban totalmente incomunicados; en la segunda realizaban trabajos en talleres; la tercera consistía en libertad preventiva, en esta etapa al preso se le daba la confianza para que saliera a trabajar a la Ciudad de México bajo la condición de que regresara por las tardes.
Se tenía la idea de que al manejar las condenas de este modo, cuando el preso cumpliera su sentencia le sería más sencillo rehacer su vida al ya contar con un trabajo, lo que evitaba que volviera a delinquir.
Fue hacia 1950, cuando la penitenciaría viviría un cambio drástico con el aumento de la población de mil a 5 mil personas, además del cambio de nombre de penitenciaría a cárcel.
Para alojar a las nuevas 4 mil personas se construyeron más crujías y los 2 torreones se habilitaron para los internos, uno de ellos para los presos políticos y el otro para los que tenían problemas mentales, todos los que, de acuerdo con los médicos del hospital psiquiátrico, tenían cura.
Los que se consideraban incurables eran enviados a La Castañeda en los 50 y posteriormente, a diferentes hospitales psiquiátricos del país para su tratamiento.
A diferencia de las celdas para presos políticos, las celdas del torreón para enfermos mentales nunca se techaron, por lo que éstos no tenían manera de cubrirse del clima y permanecían a la intemperie.
Para poder albergar a todos los internos, en cada espacio empezó a haber entre 5 y 15 personas. Con lo anterior, aunado a la dificultad de manejar a 5 mil personas, nació la corrupción dentro de la cárcel.
Los policías buscaron la manera de obtener beneficios de la situación y empezaron a cobrar para dejar a un recluso solo en una celda o para colocarlo únicamente con otras dos personas.
A un costado de la penitenciaría se construyó un edificio de juzgados, en donde los presos seguían sus juicios y se les daba condena.
Que no quede rastro de la prisión
Una vez cerrado el lugar, el siguiente paso para el gobierno federal era la demolición total del edificio, no solamente por el mal estado de la estructura, sino también por las historias “oscuras” que contaban los internos que habían estado recluidos y que habían obtenido su libertad o habían logrado escapar.
Un grupo de intelectuales, entre ellos Edmundo O’Gorman, se opusieron a la demolición, bajo el argumento de que no se puede eliminar una joya arquitectónica del siglo XIX y que además muestra cómo eran las penitenciarías en aquel tiempo y cuál era la visión de la administración de ese entonces.
Entre las discusiones para demolerlo o no, Alejandra Moreno Toscano, exdirectora del Archivo General de la Nación se enteró del cierre de la prisión y la visitó para percatarse de que gracias al tamaño del lugar, más una buena remodelación, este lugar podría resguardar todos los archivos que ya no podían estar en el Palacio Nacional.
El proyecto que estableció que el antiguo edificio de la Penitenciaría del Distrito Federa se convertiría en la nueva sede del Archivo General de la Nación, el cual se aprobó en 1977, la única condición era que se eliminara lo más posible todo rastro de la penitenciaría, lo que resultó imposible.
A partir de ese año y hasta principios de 1982, se llevaron a cabo los trabajos de remodelación, los cuales consistieron en la demolición de algunas crujías, las sobrevivientes se volvieron galerías. Las celdas se remodelaron completamente para albergar toda la documentación oficial.
La morgue y la enfermería del hospital psiquiátrico se modernizaron para dar paso a la zona de digitalización y a la de restauración de documentos, respectivamente.
A pesar de que en un principio la idea era mantenerla, la torre de vigilancia tuvo que ser desmantelada por motivos archivísticos. Para la poca fortuna de la construcción, para el resguardo de los documentos se necesita una temperatura específica, la cual tendería a variar por encontrarse a la intemperie.
En su lugar se construyó una cúpula que ayuda a mantener la temperatura uniforme a lo largo de toda la zona, donde se encuentran los documentos.
La nueva sede del Archivo General de la Nación se reinauguró en 1982 y mantiene su función hasta nuestros días. Es aquí donde se resguarda la memoria histórica de México.
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