Fernando Maldonado
Parabólica
2017-09-25 07:20:33
Un militar de expresión seria esperaba el miércoles 20 en las escalinatas de la entrada del centro de acopio en un plantel escolar en Atlixco, la llegada de una que otra camioneta cargada con ayuda para damnificados en esa comunidad que llora a sus 9 muertos, después del sismo del 19 de septiembre. En el uniforme verde olivo resaltaba su apellido, Jiménez.
El convoy de autos cargado con apoyos no cesaba, así que para las 7 de la noche de ese día, el soldado del Ejército Mexicano lucía cansado. Portaba un brazalete con la insignia distintiva para cada uno de los múltiples desastres que nutren la historia de este país desde hace 32 años con el temblor de 1985: Plan DNA III.
El soldado Jiménez es originario de Cancún, Quintana Roo, pero se encuentra destacamentado en Puebla. Es padre de 4 niñas, la mayor de 13 años de edad. En el temblor perdieron parte de la techumbre de la casa, pero el llamado de su superior impidió llevar a cabo la reparación necesaria. Se conformó con que su gente está con vida y bien. Mientras tanto, siguió cargando ayuda para damnificados.
Un grupo de 6 jóvenes, 4 mujeres de entre 18 y 20 años y 2 varones cooperaban para el pago obligado en el área de cajas de un centro comercial. Llevaban 2 carritos de súper cargados con botellas de agua, ropa de cama, comida en lata y unos 3 bultos de alimento para perro.
Iban rumbo a Axochiapan, Morelos el sitio que de acuerdo con el sismológico, ocurrió el epicentro del temblor al que le fueron suficientes minutos para cambiar la historia de millones de mexicanos.
Este grupo no formaba parte de una comunidad en especial ni agrupación altruista; y tampoco buscaba algún tipo de reflector. Los muchachos lo hicieron, porque en cuestión de horas se dieron cuenta que sin la suma de todos mucha gente la iba a pasar peor. Dos pequeñas camionetas de carga ya estaban dispuestas para el traslado de los víveres, y así salieron rumbo a su destino.
Pedro Tapia es el párroco de una pequeña comunidad en Puebla llamada Atzala. No hay más de mil 500 habitantes y sin embargo, en ese lugar hubo 11 fallecidos de dos diferentes familias que celebraban el bautizo de una niña que nació en julio de este año de nombre Elideth. Apenas recibió el bautismo y murió.
El servicio religioso en la Iglesia que rinde culto a Santiago Apóstol comenzó a las 13:00 horas; 14 minutos después todo cambió. El techo de un templo del siglo XVII colapsó y enormes rocas terminaron con el acto litúrgico. Pedro Tapia salvó la vida de milagro, pero ahora carga con el enojo contenido de la pequeña comunidad que vio su salida intempestiva del pueblo, rehén del miedo.
No esperó siquiera al recuento de víctimas y menos para ofrecer ayuda espiritual a quienes sobrevivieron de parte de ambas familias, vecinas separadas por una polvorienta calle invadida por el duelo desde el 19 de septiembre.
El sismo del martes pasado está lleno de historias que se pierden en el vertiginoso trabajo de salvamento de vidas, el recuento de daños y luego la recuperación tras la pérdida del todo. Un día alguien deberá contarlas para la otra gran construcción, la de la memoria colectiva de un pueblo que vive.