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Nunca imaginé que se pudiera torear tan bello

Antonio Casanueva Fernández
Corchaíto
2021-06-13 15:54:47

Para José Antonio Pradel la tauromaquia es un arte que se define y toma forma por medio de la memoria y el tiempo. Los aficionados recordamos faenas, pares de banderillas, lances, pases o estocadas que están presentes siempre que hablamos de toros. En los bares de España se sigue discutiendo sobre si Joselito toreaba mejor que Belmonte; o se compara el empaque de una media de Morante con las de Belmonte; mientras que algunos aficionados del tendido del 7 en Madrid aún culpan a Manolete porque se toree de perfil. En México, hay los que se siguen emocionando al recordar al Callao, al hacer referencia a un trincherazo de Silverio o a una verónica del Rey David. Otros comparan el temple y la dimensión de un muletazo del Juli con los de Manuel Capetillo, considerado el mejor muletero del mundo.

La corrida de toros tal y como ha llegado hasta nosotros es el resultado de un largo y lento proceso de “decantación y sedimentación de los distintos trabajos, formas, estilos, conocimientos y sentimientos por parte del hombre a la hora de enfrentar a un toro bravo” (José Antonio Pradel, “el gesto justo”, 2014, p.30).

 

En una de las obras más importantes de la literatura del siglo XX, “Por el camino de Swann” de Marcel Proust, el narrado evoca su infancia al probar una magdalena recién hecha remojada en té. Algo similar me pasó cuando vi anunciado el cartel del domingo 13 de junio 2021 en Tijuana en donde, con novillos de Marrón, se presenta Mario del Olmo alternando con Eulalio López “el Zotoluco”, Rafael Ortega, Alfredo Ríos “el Conde”, Federico Pizarro y Cristian Antar. 

Como transportado por el olor de una magdalena, mi mente se situó en la Hacienda de Coaxamalucan en 1991. Acompañaba a un tentadero a mi tío Miguel Casanueva que se preparaba para torear en un festival de aficionados prácticos. Las vacas habían salido encastadas, muy en el estilo de la casa ganadera tlaxcalteca. Le dieron las tres a un muchacho chaparrito que parecía un niño. Nos sorprendió con un toreo terso, templado y de gran belleza. Todo lo hacía con una extraña mezcla de naturalidad y hondura. Derechazos profundos, naturales largos y hermosos, todo hilvanado con elegancia. Remataba las series con cambios de mano por delante, trincherazos o muletazos de la firma. Alguien se acercó y nos dijo en voz baja: “es el sobrino del ganadero que debutará en la México el próximo domingo.”

Y así fue. Mario del Olmo se presentó en la Plaza de toros México el 7 de junio de 1991 con el novillo "Deseo" de la ganadería de Montecristo. Alternó con Carlos Alberto Barbosa y Arturo Manzur. Siempre con una sonrisa en el rostro, como lo habíamos visto en Coaxamalucan, Mario del Olmo ralentizó el toreo. Bajaba la mano con naturalidad, vaciando al de Montecristo por debajo de la pala del pitón, dándole el pecho y pasándoselo muy cerca. Una estética llena de pinturería que se basaba en saberle andar al toro. Ayudados por bajo, cambios de mano por delante, kikirikís y otros adornos que dejaban a los aficionados boquiabiertos.

Me cuenta Miguel, mi tío, que al término de la faena entrevistaron por la radio a Pedro Gutiérrez Moya “el Niño de la Capea” quien dijo algo como: “nunca imaginé que se pudiera torear tan bello”.

Para que los nuevos aficionados imaginen la tauromaquia de Mario del Olmo, es como si fusionáramos lo mejor de Pablo Aguado y Juan Ortega, pero con el sabor de la tierra tlaxcalteca y siempre con una sonrisa en la boca. Mario era la gracia en estado puro. Toreo en movimiento. Recuerdo sus muletazos con el compás ligeramente abierto, cargando el peso del cuerpo hacia delante. Inspiración y temple.

Si bien una faena es algo efímero, sus sensaciones dejan intensas huellas. Por eso el toreo es un arte que toma forma en la memoria y en el tiempo.

 

 


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